Y quiero compartir con todos, la dicha de aquel viaje único y trascendental.
Todo comenzó con la sorpresiva carta de mi hijo Matías.
¿Vamos a cruzar los andes a caballo? Me decía en un párrafo corto y urgente. Cinco días por la cordillera de los Andes. Sin dudarlo dije si y hoy lo volvería a decir, porque las vivencias compartidas, no sólo con él, sino con aquellos quince desconocidos, en los lugares más alucinantes que uno se pueda imaginar, no me dejan lugar para la duda.
Aquel domingo de enero estaba algo fresco al sur de Malargüe, en la provincia de Mendoza. Después me daría cuenta que siempre hace frío en la cordillera.
Amablemente nos pidieron que nos despojáramos de celulares, relojes, radios portátiles y todo lo que nos vinculara con la “civilización”.
Escuchamos una breve charla de cómo debíamos manejarnos los próximos cinco días y de cómo entendernos con el caballo asignado, él y sólo él nos llevaría a un lugar seguro. Nos dieron una pequeña alforja de tela, donde cargamos con las pocas prendas de invierno, una cámara fotográfica, anteojos de sol, pañuelo, sombrero y una linterna. ¡Cinco días!...en medio de la nada…¡y sin nada!...
Pero no. Delante de la columna, abriendo la marcha, un baqueano con dos mulas cargadas con lo que sería la logística. Carpas, elementos de cocina, enseres varios y comida para cinco días a la intemperie. Y más adelante, mucho más adelante, las montañas imponentes de los Andes. La aventura comenzaba.
Promediaba la tarde del domingo y la primera orden que recibimos fue, ponerse rompe vientos, las nubes pronosticaban lluvia y ventisca. ¡Buen comienzo!
Salimos de un paraje llamado Las Loicas, muy cerca de la frontera con chile. Alguien señaló a lo lejos el Cerro Campanario, límite entre los dos países, para el miércoles estaremos pasando cerca.
El atardecer se nos presentó cruzando el paso Pehuenche y veíamos la ruta apenas dibujada casi a dos o tres kilómetros, después nos aclaró nuestra guía que no usaríamos caminos convencionales, toda la travesía sería a través de pasos que no figuraban en los mapas.
Entonces no pude dejar de recordar la epopeya Sanmartiniana. Nosotros nos sentíamos un poco granaderos en semejante majestuosidad.
La primer noche nos encontró en un amplio valle de verdes intensos, al que llamaban Puesto Villarino, sobre un costado rocas gigantes formaban paredes que nos protegían un poco del viento que lentamente se presentaba frío. Una hondonada profunda marcaba la presencia del arroyo. Nuestra fuente de agua mineral. ¡Gratis!
Con las últimas luces del atardecer dieron la segunda orden: ponerse ropa de invierno. Claro cuando uno miraba hacia los costados, podía ver que no existía refugio alguno. Era cierto eso de que había que pernoctar bajo las estrellas, aún así armaron carpas para los que eso de: “un manto de estrellas que te cubre”, no nos caía en gracia, más aún con el frío acompañando la noche.
Luego la primera cena, el primer fogón, conocernos, contarnos de dónde veníamos y porque estábamos allí. Cómo extraños personajes escuchábamos nuestras voces que salían de las pequeñas linternas que llevábamos en la frente, algo así como mineros escapados de cuentos fantásticos. La oscuridad nos hacía imaginar las caras y los gestos, las sombras anaranjadas, hacían todo el resto.
Las risas de un sinfín de anécdotas se fueron apagando con el cansancio y lentamente nos fuimos acomodando cada uno en el lugar elegido, para pasar aquella primera noche, fría, plagada de estrellas, con una oscuridad profunda y envolvente, una noche repleta de expectativas y de nuevos amigos.
Fueron seis días en los que el tiempo se detuvo, allí sólo se contaba la salida y la puesta del sol, un tiempo donde no alcanzaban los brazos para abrazar ni los ojos para ver, acaso todo lo sentíamos en la piel. El silencio de aquella inmensa llanura, rodeada de montañas multicolores, llamada Cajón Grande, nos llevó a las termas del mismo nombre alejadas de todo pero cálidas en su esencia y luego el primer ascenso por las laderas, al borde de los pricipicios de los que nunca imaginé transitar, ni caminando, ni a caballo. Ahí aprendí a confiar plenamente en el animal, en su seguridad y su paciencia que a paso lento, sorteaba todo tipo de terreno.
Yo miraba el paisaje que cambiaba constantemente, le daba nombres imaginarios a las diferentes formas que aparecían en cada recodo y las compartía con los otros jinetes, que tampoco salían de su asombro y eso provocaba risas y calmaba los nervios de los miedos nuevos.
La presencia de los cóndores se hacía sentir en el graznido cercano y la figura sobresaliente cortando el aire, a veces alto,…muy alto y otras demasiado cerca. Su sombra nos estaba diciendo quien era el dueño de aquellos lugares y en esas alturas me sentí bien y no dejaba de premiarme la idea de estar ahí.
La segunda noche nos encontró en un paraje llamado El rezago. Al frío reinante lo acompañaba un viento fuerte y penetrante…
CONTINUARA…
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